Una noche sin estrellas debe de ser muy triste. No es que la
luna por sí sola no tenga belleza; sí que la tiene, y mucha. Ella es como
nuestra madre: nos vigila, nos alumbra, nos guía el camino a casa. La luna
siempre te mirará con una sonrisa y unos ojos bien abiertos queriéndote decir:
‘’ten cuidado, si te pierdes yo te encontraré’’. Siempre la he mirado con
cierta ternura, con cierto cariño. Y es que, al fin y al cabo, ella está
siempre ahí arriba, incluso cuando es de día.
Pero hay algo en las estrellas que las hace preciosas. Creo
que son pedacitos de nosotros. Cada persona pertenece a una estrella. Cada
persona tiene su lugar en el universo. Entre lo inimaginable y lo infinito.
Quizá la estrella que está ahí arriba es la valentía que te falta para decirle
al chico que te gusta lo que sientes. Quizá esa estrella es el coraje que no
tienes para decirle a una persona ‘no’. Quizá es el romanticismo que te falta
para conquistar a la chica de tus sueños. Quizá esa estrella es muy grande
porque es la prepotencia o el mal humor o el estrés que te sobra. Quizá,
poniendo de tu parte, puedas hacerla un poco más pequeña y disminuir tus
defectos o, quizá hacerla más grande y eliminar tus inseguridades.
Pienso que, sin las estrellas, la luna no tendría la misma
sonrisa de siempre y que la noche sería más oscura aún. Nosotros nos
perderíamos sin ellas y ya no sabríamos diferenciar lo bueno de lo malo.
Cada vez que miras hacia ellas, es como si abrieras una
puerta hacia el infinito. Puedes ser quién quieras ser, en cualquier sitio. Es
como si te miraras en un espejo a ti misma, con la edad que quieras y en la
situación que tú elijas.
Cada persona tiene su lugar especial para mirarse a sí misma.
Mi lugar ideal, sin duda alguna, son las escaleras que conectan mi casa de
verano con el resto del pueblo. Ahí es dónde puedo mirarme, juzgarme,
cambiarme, construirme y deshacerme. Ahí es dónde puedo ser yo en cualquier
momento de mi vida.
Esa noche abrí la puerta de mi vida y me vi a mí misma bajo
las mismas estrellas. Estaba yo en el verano de 2010, en las mismas escaleras,
con mi mejor amiga. Todavía oigo vagamente la melodía de las canciones que cantábamos,
todavía puedo oler nuestros cuerpos recién salidos de la piscina. Recuerdo
sonrisas en nuestros rostros, conversaciones estúpidas, felicidad extrema. Y
una única promesa: amigas para siempre.
Miro un poco más cerquita y veo a 5 chicas en una noche de
‘fiesta de pijamas’ bajo las mismas estrellas. Esa noche no pareció una noche,
sino un día más. 5 chicas que querían comerse el mundo hablaban sobre futuros
perfectos y promesas jamás cumplidas. Tan sólo éramos eso: 5 chicas queriendo
vivir. Los pasillos de nuestro instituto nos vieron conocernos, querernos,
separarnos, pelearnos, volver a querernos y, finalmente, decirnos adiós. Los
pasillos de nuestro instituto ahora se preguntan dónde estamos, qué hemos hecho
con esas 5 chicas y por qué las hemos dejado escapar. Sólo las estrellas saben
las respuestas a esas tan ansiadas preguntas.
Ahora, intento fijarme en la parte de la estrella que
contiene el amor. Estoy yo, en una noche de Diciembre, abrazada a un chico que
no tardó mucho en irse. Mariposas volaban cerca de las estrellas haciéndolas
bailar de felicidad. Sus ojos marrones miraron hacia mi estrella antes de
posarse en mis labios y, la estrella, guardó esa imagen para siempre. Ahora,
puedo notar la diferencia entre la mirada enamorada de antes y la mirada
indiferente de ahora.
Miro otra vez hacia la estrella y aparezco hace unos meses saltando de alegría al enterarme de que por fin podré abrazar a una perfecta desconocida (que conozco muy bien) después de miles de conversaciones, de risas y sonrisas detrás de la pantalla de un ordenador y después de 652 km separadas.
Miro más cerca aún y mi estrella me recuerda la sonrisa de hace unos meses al encontrarme de casualidad a un perfecto desconocido en los pasillos de mi instituto. No le sonreía a él, sonreía a mi estrella por recordarme que puedo encontrar mi felicidad en un sitio como ése.
Miro otra vez hacia la estrella y aparezco hace unos meses saltando de alegría al enterarme de que por fin podré abrazar a una perfecta desconocida (que conozco muy bien) después de miles de conversaciones, de risas y sonrisas detrás de la pantalla de un ordenador y después de 652 km separadas.
Miro más cerca aún y mi estrella me recuerda la sonrisa de hace unos meses al encontrarme de casualidad a un perfecto desconocido en los pasillos de mi instituto. No le sonreía a él, sonreía a mi estrella por recordarme que puedo encontrar mi felicidad en un sitio como ése.
Después de recordarme quién soy, me incorporé y me senté otra
vez en las escaleras de mi pueblo. Siempre que me siento perdida y sin rumbo
alguno vengo aquí. Es una buena forma de recordarme a mí misma las pequeñas
cosas que me hacen feliz. Cada vez que miro mi estrella me doy cuenta de que,
en el fondo, no he cambiado. Cuando me sienta perdida siempre estará ella para
recordarme quién soy y quién no soy, por qué estoy aquí y por qué, más tarde,
volveré a estarlo.
Cada persona pertenece a una estrella. Cada persona tiene su
lugar en el universo. Entre lo inimaginable y lo infinito. Algunas brillarán
más, algunas brillarán menos pero, al fin y al cabo, todas brillan. Todos tenemos
ese centellante brillo en los ojos parecido al de las estrellas, todos dejamos
esa estela al pasar al igual que hacen ellas. Todos convertimos en magia
nuestra sonrisa al recordar un momento feliz.
Un mal día lo puede tener cualquiera pero las estrellas, como
buenos almacenes de momentos felices que son, sólo recuerdan los pequeños
detalles, las sonrisas inesperadas y la felicidad verdadera. Recuerda: todos
somos polvo de estrellas.
Sonrisas al recordar lo que un día fui y sonrisas al esperar lo que un día seré
(y que, obiamente, escribiré para vosotros).
Lo sé, es un poco largo pero es debido a que es el relato que quedó en 2ª posición del Concurso Literario de mi Instituto.
Si ha quedado en esa posición supongo que es porque vale la pena leerlo:)
*Laura.